Por Silvia Hopenhayn
| Para LA NACION
En la última novela de Liliana Heker, La muerte de Dios, la protagonista manifiesta su odio por los diccionarios porque "siempre definen algo distinto de lo que las palabras quieren decir". Y a continuación agrega una exclamación maravillosa: "¡Las palabras quieren decir!" O sea que al significado se le agrega un ímpetu. Algo así como las ganas de ser pronunciadas. De allí que traducir no sea un simple traslado de una significación; implica a su vez la posibilidad de captar el balbuceo de la lengua. Con la poesía, esta tarea se intensifica. Y a veces hay que trabajar en voz alta para hallar la palabra escrita.
La reciente edición de Poesía argentina para el siglo XXI de Andrew Graham-Yooll, con la colaboración de Daniel Samoilovich, es una prueba viviente de esta aventura del decir. En total hay 66 poetas argentinos. Cada uno aporta una entonación vital que Graham-Yooll, como buen prestidigitador de la lengua, consigue vislumbrar en la traducción.
Esta antología no sólo refleja su gusto por el intercambio simbólico y la música de las palabras; también es una suculenta carta de presentación de nuestra poesía en los albores del siglo XXI.
* Para leer la nota completa: